domingo, 12 de septiembre de 2010

Ciudades de Europa





Partí sobre el mediodía. Sabía que no iba a llegar a Amsterdam esa noche. No hacía calor ni frío, el vehículo avanzaba a velocidad regular por una carretera en la que camiones y algún turista rezagado de otoño se desplazaban sin problemas. El viaje resultaba normal, excepto por un detalle. En el mapa y en la voz del GPS las ciudades sonaban diferentes. No solo era la entonación, era una tendencia a confundirse y a hundirse en una nebulosa. Ya me había pasado con Figueres. Había desaparecido del cartel, se había sumido en la nada cuando pasaba por la salida 4 de la AP7. Figueres, la ciudad de Dalí, se hundía en el paisaje del Empordá , dejaba de generar sentido confundiéndose de pronto con la nada. Cuando pasé la frontera con Francia, Perpignan empezó a despeñarse en la confusión. Nunca había experimentado una sensación semejante. Siempre había navegado con certezas, me había imbuido de posibilidades racionales y el desplazamiento de un punto a otro había sido claro. Pero este viaje de Barcelona a Amsterdam, sobre el que había trazado un plano detallado, sobre el que había elaborado cuidadosamente el itinerario, se desplazaba hacia una dimensión onírica. Cuando Perpignan se esfumó de la voz del GPS, cuando atravesé el Aire Catalan y el nombre desapareció en los carteles, decidí detenerme. Lo hice en un área de descanso cercana a Narbonne. Desde lejos se divisaba la imponente catedral gótica. Pero al rato, luego de desplazarme para estirar las piernas por el parque de pinares, también la catedral de Narbonne desapareció de mi vista. Seguí viaje. Los pueblos y ciudades desaparecían cuando los identificaba el GPS, era inexorable. A unos 30 km de distancia, dejaba de haber rastro de ellos. Pensé que podía ser un fenómeno debido al cansancio. Quizás había conducido demasiadas horas, tal vez la Coca Cola que había consumido en la última gasolinera de España había alterado químicamente propiedades de mi cerebro. A la seis horas de viaje, Clermont Ferrand aparecía en el centro de los volcanes de Auverne, había cruzado el imponente viaducto de Millard, con la perspectiva de la obra de ingeniería sobre el vacío de los volcanes y del pequeño río que justificaba el puente al final del abismo. Clermont Ferrand se esfumó antes de llegar, invirtiendo lo que sucede cuando uno se desplaza: los lugares suelen desaparecer luego de que uno los pasa y no antes. Ahora los lugares se transformaban en inaprensibles, se desvanecían antes de que llegara a ellos. Cuando los atravesaba no existían. El discurso de la crisis estaba instaurado en la radio que logré sintonizar, la Inter Francia. El desplazamiento tenía una virtud ininteligible, irracional, que adopté con poder de adaptación, intentando maquinar las razones para esa alteración del orden natural de las cosas. En la autopista Clermont Ferrand - Paris intenté dejar de mirar los carteles, para restarle importancia al asunto. Cuando llegué a Versalles, sobre la medianoche, tuve que detenerme en un oscuro hotel, vencido por el sueño. Versalles había desaparecido del mapa y de los carteles, también el castillo que había albergado a la corte. Solo quedaba ese hotel con el signo Campanille brillando en la oscuridad. Llegué en el último minuto antes de que cerrara sus puertas. Una soñolienta empleada me indicó el camino a una habitación lúgubre , en la que no funcionaba el aire caliente, que no sintonizaba la BBC. Lo único que logré mirar en un instante en que volvió la señal al televisor fue una entrevista a un personaje de las finanzas, que hablaba del fin del mundo. Tal vez el universo, tal como lo conocía, se había desplazado a una dimensión oculta, tal vez este fenómeno se debía a la crisis financiera global. Me dormí consolándome con este pensamiento absurdo.

El vehículo arrancó sin problemas en la mañana fría de otoño poblada de niebla. Atravesé los suburbios de París, la autopista colmada de gente que se dirigía a sus trabajos empezó a desvanecerse, a evaporarse. Pronto la carretera quedó vacía y París dejó de figurar en los carteles. Al cabo de tres horas en las que no presté atención a los carteles para no pensar en lo extraño de los carteles me dí cuenta que había desaparecido también la ciudad de Bruselas, la sede de la Unión, la capital.

Amsterdam permaneció. Llegué en las primeras horas de la tarde. Primero fui al Centro de Convenciones y me imbuí del tema de mi conferencia: “la crisis frente a la pequeña empresa, como sobrevivir”. En el luminoso hotel de Utrecht en el que me alojé y dejé mis cosas, pude al fín contemplar un noticiero.

- “Una serie de implosiones afectan ciudades de Francia y Bélgica” - decía el comentarista mientras se mostraban imágenes de urbes desapareciendo como resultado de hongos que parecían atómicos.- “Nadie sabe si estas desapariciones son temporarias o permanentes, ni que pasará con las poblaciones una vez que las ciudades reaparezcan”

Por la noche me desplacé por el distrito rojo. Amsterdam era la única ciudad que no había desaparecido, seguramente las mafias del hachish habían hecho algún acuerdo especial para que la ciudad se salvara del desastre. Me sumergí en un coffee shop y pedí unos cigarros muy fuertes, que combinados con unas pastillas que conseguí en una tienda de venta libre me hicieron perder el conocimiento por dos días. Permanecí en el hotel luminoso hasta que emprendí el regreso, con alucinaciones que me hacían ver las casas de Amsterdam inclinadas, los canales llenos de una corriente tenebrosa y las prostitutas del distrito rojo como monstruos sin brazos.

De regreso decidí ir por otro camino, intentando llegar a Lyon a la medianoche y a Montpellier a la mañana siguiente. Cuando pasé Luxemburgo, las ciudades comenzaron a recuperar la normalidad. “ La crisis cede en las bolsas y hay ciudades que reaparecen en los mapas del Sur de Europa” decía el comentarista en francés. Por lo menos eso creí entender. Pero un extraño cambio se percibía en Lyon. Entré en ella cerca de la medianoche, harto de conducir por una ruta oscura y eterna que atravesaba Champagne, Metz, Nancy, ciudades góticas medievales cuyas bóvedas no dejaban de brillar en la noche.

En Lyon los vehículos estaban apilados en las calles, pero no en hileras y filas como es habitual, sino unos encima de otros. Todos estaban quemados. El hotel de cadena Etap en el que dormí estaba aislado en medio de un paisaje desolador, ni un alma viva alrededor y miles de vehículos apilados al frente de casas derruidas y manchadas de hollín. Quizás Lyon había desaparecido y reaparecido con la crisis, tal vez el extraño efecto de la implosión era un rastro del desastre. Por la mañana un tráfico abundante, normal para un día de semana, me acompañó hasta la salida de la urbe. Cuando miraba al interior de los vehículos en la autopista colmada veía todos esos rostros blancos, con facciones desdibujadas, enmascarados. Atribuí el fenómeno a la crisis, tal vez la gente había perdido definitivamente la identidad.

- ¿Probaste el hachís de Amsterdam? Me preguntó mi mujer, ya en casa, cuando le conté mis historias de viaje.

- Un poco- dije,- pero eso fue después.

- No importa, esas drogas penetran en el cuerpo aún antes de que se prueben.

Empecé a pensar que las cosas habían cambiado definitivamente de rumbo. Que había habido una sutil alteración en el factor tiempo en relación a la distancia. Una absurda interpretación de la teoría de la relatividad de Einstein. Pero nada en las semanas que han transcurrido desde ese viaje me indica que esté loco o que las cosas sean como las viví en esas cuatro jornadas. Quizás este relato es lo que está alterando los hechos, que en realidad son producto de una alucinación posterior. Simplemente puede haber sido un efecto de la crisis financiera, una dimensión oculta de las ciudades que percibí en un momento y luego se desvaneció. Quizás esto explique lo que está sucediendo ahora con Barcelona: la Sagrada Familia y la casa Batlló se están hirguiendo y no se sabe si llegarán a la estratosfera. Las formas gaudianas se multiplican y quizás se encuentren en el cielo con tulipanes de Van Gogh, con barcas perdidas que se han fugado de los canales de Amsterdam y coches quemados de las afueras de Lyon y París. Tal vez los coches han sido incendiados por hijos de inmigrantes argelinos hartos de ser discriminados, tal vez las barcas llevan prostitutas latinoamericanas fugadas del distrito rojo. Tal vez todo es producto de la crisis financiera, que se ha llevado tanto dinero de los gobiernos y toda la racionalidad a la que nos habíamos acostumbrado y que ahora parece absurda.

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