domingo, 12 de septiembre de 2010

Las ciudades y los elementos

Las ciudades y las raices

Las ciudades y los muros

Bolivia











He reconstruido los últimos pasos de Johan Sebastopol antes de su desaparición. Se apersonó en la puerta de salida. Tenía un vuelo a las cinco de la tarde. Pero no había llegado a tiempo. Le esperaba una larga noche en vela, contando con que alguien lo llamara, con que alguien que le hiciera llegar una solución a su problema. Porque se había quedado sin dinero y creía todavía en que su padre se acordaría de él después de tanto tiempo y le resolvería la situación con un giro. Pero no habría milagro. Con su padre y con su madre estaba peleado, justamente por eso estaba en el aeropuerto de Bogotá, esperando embarcarse de nuevo rumbo a Miami. Miraba las caras de los otros pasajeros. Seguramente le pareció que tenían caras de oveja, que solo soñaban con que no les tocara a ellos. La fuerza temible de las FARC, la policía inmigratoria estadounidense, la venganza de los escuadrones de la muerte. Podía pasar cualquier con esos seres impredecibles y sedientos de sangre. Con sus caras bovinas solo alcanzaban a rogar que no fueran ellos los que padecieran alguna de las calamidades que les deparaba el destino. En Bogotá parecía aún más borrego que otros, de otras latitudes. Por lo menos los del hemisferio norte ascendían tranquilos a los aviones luego de haberse desnudado de cinturones metálicos, espumas de afeitar, cuchillos y botas con lentejuelas. Estas ovejas solo querían subir a horario, vanagloriándose de su suerte. No estaban del lado de los terroristas, ni tenían un hombre bomba sentado al lado. Eso los dejaba medianamente tranquilos, además de la seguridad de poder embarcar en el próximo vuelo. Pero Johan Sebastopol estaba en Bogotá y aquí la gente, aún más bovina que la otra, tenía miedo en serio. Él seguro que no. No lo habían dejado subir en el vuelo de las nueve. Ya no había vuelos ni dinero para quedarse ni un día más en Bogotá. Por ser pobre merecía no tener opciones. Su destino era Miami. Solo imaginar los boxes de inmigración seguro que le ponía la piel de gallina. Esos cuarenta boxes, uno al lado el otro, con tipos controlando papeles en todas las ventanillas podían terminar con el temple de cualquiera. Johan Sebastopol sabía que no iba a pasar ese control. Porque su pasaporte era de Bolivia. A pesar de ser rubio y alto, Sebastopol iba a correr la suerte de un pueblo miserable: ser rechazado en los aeropuertos. Pensaba que lo iban a poner en el primer vuelo de regreso a La Paz. Estas cosas sucedían todos los días en América, país generoso por excelencia. En otros lugares donde los generosos americanos solo eran huéspedes alguien como Sebastopol podía morir. Al intentar pasar un puesto de control en vez de mandarlo de vuelta, por error, lo podían eliminar, también por error. Su deceso sería un simple efecto colateral de una invasión destinada a darle más libertad y democracia a él y a los suyos. Sebastopol no disfrutaría ni de libertad ni de democracia, simplemente recibiría una o varias balas en el cuerpo. Sebastopol estaba varado en Bogotá y en esta oportunidad jugaba de visitante, lo que él creía que ofrecía más garantías que jugar de local. Se equivocaba. Había conseguido un vuelo muy barato, lleno de escalas, con LLoyd Aéreo Boliviano. Ahora estaba atrapado en este aeropuerto. Era la última de siete escalas. El LLoyd había parado en Santa Cruz, Lima, Quito, Caracas, Medellín y Bogotá. En cada escala Sebastopol se había bajado en el aeropuerto y esperado el vuelo siguiente para embarcar. Pero esta vez el vuelo había llegado tarde y la compañía aérea LLoyd Aéreo Boliviano había dejado de funcionar, de pronto . Sebastopol estaba varado ahí sin dinero hasta que alguien lo sacara del pozo. La gente comenzaba a incorporarse para embarcar en último vuelo charter de emergencia, pero a él le habían dado una tarjeta de embarque sin código. Esto significaba que debía esperar a que el último pasajero subiera al avión para embarcar. Sebastopol seguro pensó que eso no sucedería nunca. Pero el milagro se produjo. Un milagro que luego resultó ser una tragedia para Sebastopol. Lo dejaron subir. Era un vuelo de solo cinco horas y el planeo del avión por el cielo de la Florida, sobre los cayos, lo mareó. “El mar está lleno de tiburones” pensó seguramente mientras veía el mar verde y azul, “pero la tierra es peor, en la tierra están los caimanes y los hombres”. Sebastopol cruzó el puesto de inmigración y el agente lo miró a los ojos. “ Purpose of your trip?” le increpó el guardia “Tourism”, dijo él. El agente tomó un teléfono mientras se fijaba en el ordenador. Lo miró en silencio y luego le dijo “ you will have to come with Agent García” sir, señalándole un obeso moreno que se había apersonado detrás de la ventanilla. Sebastopol pasó a un pequeño cuarto donde lo interrogaron el mismo García, quien tuvo la gentileza de hablarle en un pésimo castellano y la agente Dolores Smit, como indicaba su identificación. Ambos vestían camisas blancas y negras con placas doradas y pantalones negros con botas. Era muy tarde a la madrugada y Sebastopol respondió a todas las preguntas con monosílabos, dejando claro que era un simple turista, no un inmigrante. Pero en realidad no contaba con ningún elemento que probara alguna cosa respecto de sí mismo.

No se supo más nada de Sebastopol. Sus padres no preguntaron más por él al gobierno. Su suerte dejó de interesarles a ellos y también a los amigos y a su ex mujer, que había dejado en El Cairo. Sebastopol no tenía su documentación en regla y por alguna razón los agentes de inmigraciones no decidieron devolverlo, sino dejarlo ahí, hasta que se aclarara su situación. Solo yo comencé a indagar por él en Inmigraciones, en un número gratuito 1-800. Me dijeron que lo encontraría en el Krom Center, centro de detención para inmigrantes ilegales de Miami. En la ventanilla de entrada el guardia sentado detrás de un vidrio me dijo que no había ningún Sebastopol en los registros.

Un simple error burocrático ha causado esta confusión. Sebastopol recibió un documento del gobierno boliviano en el cual se estipula que es depositario del nombre Sebastopol. Pero en realidad su verdadero nombre es otro: Henk Lacroix. Sebastopol soy yo. Hace años que tengo que aclarar la situación. Porque cuando hice un reclamo formal en la Embajada de Namibia, diciendo que yo no tenía documento de identidad en Bolivia, donde resido legalmente, solo me entregaron un pasaporte con mi nombre. Pero el nombre no coincide con el de mi documento de identidad de Namibia de donde soy nativo. Ser Henk Lacroix me ha generado una libertad de movimientos extraordinaria. Porque me han extendido un pasaporte diplomático, un documento que generalmente no se cuestiona. No importa que el que aparece en la foto sea rubio como la leche y por mi parte sea negro como el chocolate. Aparentemente Lacroix tenía muchos contactos y su oficio era trasladar valijas de dinero y pociones mágicas para desesperados. He heredado su oficio, porque cada tanto recibo un llamado o una carta y se me entregan enseres que me encargo de trasladar de un país a otro. Me indican con cuanto me puedo quedar del contenido de cada maleta. Es un trabajo sencillo y nunca nadie pregunta nada. Además de este extraño pasaporte, el gobierno me ha entregado un teléfono con el cual recibo y confirmo todos los encargos.

Ahora he decidido recuperar mi identidad y quiero ser de nuevo yo mismo, Johan Sebastopol. Henk Lacroix, no puede estar oculto para siempre. Tengo que recuperar a Johan Sebastopol de las tinieblas y transformarlo nuevamente en Henk Lacroix.

“ Eso no será posible” me han dicho en la Embajada de Bolivia de Washington DC, hasta donde llegó mi reclamo. Allí, gracias a mi pasaporte diplomático, hablé con el embajador, con políticos influyentes, con diputados del Congreso de los Estados Unidos. Me he reunido con el presidente de Namibia y con los activistas de derechos humanos de Human Watch. Todos me han dicho lo mismo, que es una utopía cambiarle la identidad a una persona. Pero me ha sucedido a mí y yo sí creo que la cosa puede cambiar. Insistiré, una vez que haya terminado la crisis por la que atraviesa Bolivia, que tiene al país paralizado por una huelga de mineros, que puede que termine con la caída del gobierno actual. También tengo que esperar a que termine la crisis en Namibia, donde tal vez se genere una guerra civil con miles de muertos. Tal vez cuando todas estas crisis se acaben, se renovarán los vuelos de Lloyd Aéreo Boliviano y algún funcionario con sentido de humanidad de la oficina de inmigraciones lo ponga en un vuelo a Johan Sebastopol y entonces, tal vez, se pueda aclarar todo este asunto.

Guernica




El Arcángel de Guernica

- Mucho tráfico estos días¿ no? Dice la señora. Le cuesta moverse con la vieja cicatriz, apoyarse en el asiento, adoptar una posición cómoda. Habla para quebrar la inercia y la ansiedad por verlo a Pablo, su hijo, en unos minutos. Cada vez que llega a Buenos Aires siente el mismo vértigo y la misma ansia de ver a su hijo, como si el tiempo fuera una barrera. .

- Vivo en Guernica zona sur del Gran Buenos Aires. Estuve cuatro horas esta madrugada para llegar acá- dice el taxista mirándola por el retrovisor. – El tráfico está cada vez peor.

- Guernica, ¿conoce la historia del nombre?

- Sí, los 120 muertos de ese bombardeo, en 1937. Soy chileno de origen, exliado de la dictadura, hace más de cuarenta años vivo aquí. Llegué en 1973. Conozco la historia.]

Buenos Aires despunta al alba. Hace más calor del que se debiera sentir a esa hora y en ese tiempo del año. La señora llegó de Córdoba en el vuelo AA 604. Verá a su hijo en veinte minutos. Pablo reside en Las Cañitas, a unos minutos de Aeroparque, cortando por Libertador.

-¿Usted puede creer que pasé por entre medio de este cerco? El taxista señala un vallado perimetral cuyos barrotes, si bien delgados, están separados apenas unos 20 centímetros. La señora mira por la ventanilla y recuerda. Están frente a Aeroparque, en su extremo Sur. En la esquina donde el avión se llevó por delante una estación de servicio justo hace quince años.

- ¿A qué se refiere? Pregunta distraída la señora. Está pensando en lo que dirá mañana en el juicio para el que la han citado, le cuesta concentrarse. Mira el cerco, mira el río, mira el vallado del aeropuerto. .

- Cuando vi la explosión, corrí por la calle unos 70 metros. Ni me di cuenta, porque yo podría haber ido directamente por los greens del Golf, pero por algún motivo salí y corrí por la vereda .En esa época trabajaba en el Golf de costanera, en mantenimiento. Llevaba botas de goma. Corrí con la intención de ‘chusmear’, pero cuando llegué a la altura de donde estaba el avión, vi a una señora que corría con la ropa prendida fuego.

La señora hace silencio. Algo se une en su interior, un puente entre unos instantes, hace quince años y estos instantes. Segundos. Algo hace mella en su interior.

- A esta maniobra la conozco dice Pedro Almendábar a las 8 y 15 de la mañana. Esto lleva exactamente un minuto y medio entre que el semáforo se pone verde y rojo otra vez. Es un atajo que permite evitar como cinco semáforos. Si se hace rápido y se calcula bien, se ganan como cuatro minutos. Trucos de taxista ¿vió?

La señora siente un escalofrío. Está en Buenos Aires para hablar en el juicio del vuelo LP 501. Su hijo Pablo, a quien verá en unos instantes, la va a acompañar. Ese vuelo que nunca la llevó a Córdoba, hace quince años. Que terminó allí, en los greens del golf que acaban de pasar. Mañana temprano es el juicio. Tiene que recordar. El taxista sigue con su relato, a pesar del silencio de la señora, como una especie de catarsis. Todavía quedan siete minutos de viaje.

- En ese momento había mucha actividad dentro del Golf, había gente practicando en los greens y esa gente, cuando vio el avión, salió corriendo para el otro lado. Creo que cada uno, desde el punto donde estaba parado, pensó que el avión se le venía encima; a mí me pasó lo mismo, pero al avión lo detuvo un montículo de tierra donde había un green elevado. Cuando termino de entrar, otras dos personas le apagaban el fuego a la señora, que corría a los manotazos. Ahí pensé que si esa señora había salido así, habría más gente que necesitaba ayuda; eso me llevó a correr cerca del avión..

La señora mira la ficha del taxista, en el asiento delantero, Pedro Almendábar , nacido en 1949, Santiago de Chile reza. Empleado. Calle Pedro Vela 54, Guernica, Provincia de Buenos Aires. El hombre, sigue con el relato, como si le hubieran pulsado un botón y la señora no estuviera a punto de bajarse :

- Estaba todo sucio, tenía agua, restos del polvo del matafuegos... me acuerdo que en el tren miraba a la gente a mi alrededor y pensaba cuán ajenos estaban a la situación que yo acababa de vivir

La señora se baja en Soldado Chamamé y Patricias Argentinas, a una cuadra de Libertador. Mientras paga mira a los ojos del taxista. Le devuelve el cambio, la observa dos segundos y vuelve a clavar la vista adelante. Arranca en la luminosa mañana de octubre. Es primavera en Buenos Aires, pero el aire está demasiado sofocante. Es él siente la señora . Es el arcángel Gabriel piensa mientras observa como desaparece, devorado por la ciudad.

A la mañana siguiente el juicio comienza. Y en un momento, la señora es llamada a declarar.

- Creo que salí despedida por el ala derecha- dice- Mi ropa estaba en llamas. Alguien me ayudó a apagar ese fuego. Solo recuerdo haberme sentado en el asiento del avión y haber escuchado un ruido extraño, muy fuerte. Luego recuerdo haber despertado en el hospital. Nada más.

Roberto Bolaño




Conocí a Roberto Bolaño en la puerta del Hospital Trueta, en Girona. Se asomaba desde los pliegos arrugados por el viento gris de diciembre en El Periódico. Él, al igual que el historietista Altuna, al igual que tantos que habían llegado a Catalunya para quedarse, aparecía en catalán, dibujado en ese pedazo de diario botado como un personaje más de este paisaje. Seremos todos catalanes, residimos, trabajamos, respiramos aquí, como decía Jordi Pujol, queremos ser catalanes. Aún no sabía que Bolaño era poeta. Sí me enteré en ese momento que había vivido en Blanes y que había muerto aquí.

Esperaba a mis hijos. Aún anidarían unas semanas más en Andrea, se quedarían allí, quietos, los mellizos, sin salir aún. En una habitación del Trueta. Era el fín del año 2004, el mismo año en que llegamos a Barcelona. Un año largo que había transcurrido para nosotros en tres continentes, en el que habíamos regresado a nuestro lugar natal y habíamos vuelto a despegar, desde la nada.

Luego me enteré que Bolaño había perdido su acento chileno, que no había podido regresar para quedarse en Chile. Que creía que los nacionalismos son estúpidos. Luego encontré muchas más coincidencias con Bolaño. Pero sobre me enteré que había vivido a la vuelta de donde vivo, en el carrer de lOr, en el casco antiguo de Blanes. Dicen que por aquí se erigía la vieja muralla de Blanes, por donde se terminaba el dominio del Conde de Blanes, a la vera del castillo y el convento. Aquí, todavía en el interior de la muralla, hemos terminado nosotros cinco, los mellizos, mi hijo Mateo, mi mujer y yo.

También terminó aquí sus días Roberto Bolaño, con su mujer Carolina y su hijo Lautaro, que iba también a la Escuela Joaquim Ruyra. Bolaño solía pasearse por el Paseo del Mar, cuando todavía se hablaba en pesetas, cuando todavía nosotros no habíamos llegado ni imaginábamos como sería Blanes. Bolaño solía jugar al Risk con un vecino, el Sr Pujol. Lo conocía todo sobre las guerras napoleónicas, a cada personaje del Risk le ponía el nombre de un general. Me pregunto si Carolina López, su esposa aún anda por aquí. Me pregunto si el espíritu de Bolaño aún deambula por el paseo del mar, en las frías tardes de invierno, contemplando como las olas se comen el borde de la vereda. En verano tal vez aún observa las siluetas rojas de los que se cuecen bajo las sombrillas. Por ahora yo resido aquí, en este ámbito de inclusión en las paredes de la vieja muralla imaginaria. ¿Habrá habido, como en Besalú y en Girona, un barrio judío en Blanes? En fín nuestra eterna sangre imigrante, judía y argentina, se ha hecho un lugar en el rincón de la muralla imaginada. Hemos evitado tal vez algunos saqueos de hordas salvajes provenientes de villas miseria de nuestros lugares de orígen. Hemos huído de la mediocridad endémica de nuestra gente refugiándonos en el poblado arrinconado sobre el Mediterráneo, sin hacer alardes ni de distinción ni de talento. Solo nos hemos mimetizado con el resto de los refugiados, de 30 o 40 comunidades, que se han hecho un lugar aquí pensando lo mismo que nosotros: que este puede ser un buen lugar para ellos. No hacemos mucho ruido ni nos destacamos, tampoco somos francamente aceptados por los miembros de la comunidad local. Pero lo interesante es que además de pertenecer al efímero mundo de los que eligen el retiro para proyectar el futuro, compartimos un destino como Bolaño. Por un lado no soy nadie para hablar de él. Así como él habló con muchos de sus contemporáneos, poetas, narradores. Lo hizo públicamente, a través del Diari de Girona, en conferencias y escritos. A muchos de sus contemporáneos los inventó, los poetas nazis, los genuflexos, los locos perdidos y los suicidas que pueblan algunas de sus reflexiones. Decía que así como él habló de sus contemporáneos, yo, que no soy nadie, me atrevo a hablar de él. De sus escritos, de su estilo de vida que se emparenta con el mío. Mientras esperaba a mis hijos en el Trueta, Bolaño me dijo que había estado aquí. Luego volvió a decírmelo con más fuerza. Me introdujo en su mundo de relaciones y parentescos, que más que una constelación se torna a veces una pesadilla. Sobre todo cuando el laberinto nos lleva a un puzzle de nazis y suicidas. Me habló de su distancia. Yo también he roto con todo, salvo con tres relaciones en mi lugar de origen y un sueño: darles un lugar a mis hijos. Contemplo yo también el Mediterráneo desde el Paseo del Mar, algunos de los parentescos y semblanzas de Bolaño me suenan, son parte de mi constelación. He pasado por Borges, Sábato, Macedonio Fernández, Arlt, por los malditos norteamericanos, por Chester Himes y Dashell Hammet. Hasta ahí llego, a duras penas. Ni siquiera escribo. No tengo editor, ni me relaciono con el mundo de la literatura. El mundo de la literatura no me pertenece, ni me acepta, ni me quiere. Soy apenas un superviviente, en una escala similar a la de uruguayos y argentinos que pueblan las fábricas de Tordera con contratos basura de tres meses, con sus mujeres que limpian casas y se emplean en las botigas y en las inmobiliarias decadentes post boom por dos duros. Somos parte de ese grupo, de esa generación de exiliados sin ideas, sin ambición. A nosotros no nos matarían si volviéramos a nuestros lugares, los que tenían que hacer el trabajo sucio ya han triunfado lo suficiente como para que seamos inocuos. A nosotros solo nos dejarían afuera los mandamás y nos amenazarían las hordas de desheredados. Por eso no se nos ocurre regresar. Entonces¿ por qué mi parentesco con el amigo Bolaño? Él se va a otro barrio y llegamos nosotros, como si su lugar vacío pudiera ser llenada por la presencia del recuerdo. Nos miran con recelo, los vecinos. Unos más que vienen a adueñarse de las viejas casas de pescadores, a anidar en la mezquina política local, a pretender un espacio en el verano plagado de esos extranjeros que han sido desterrados a las zonas muertas del pueblo. Por momentos somos exóticos y por momentos parecemos casi un estorbo a la paz condal. Bolaño puebla estos carrers que no tienen más de 5 metros de ancho y no menos de 1000 años de existencia con sus poesías y sus autores. Todos esos autores han llegado a Blanes para quedarse, los mediocres, los que están en el Parnaso, los que brillan y los que se olvidan rápidamente, los provincianos y los universales. Bolaño, al igual que yo, perdió su biblioteca, pero no la memoria. Al igual que yo tuvo que adaptarse al mundo sin la biblioteca original. Y ahora que estamos aquí, reconstruyendo libro a libro la biblioteca, observamos desde el Castillo de San Juan como los fantasmas bailan por los carrers de la ciudad vella, como el Bolaño vuelve a escribir y a subir las escaleras y a bajar al paseo del Mar. Los vemos a todos al mismo tiempo, los vemos desde arriba, casi desde el cielo, en el mismo rincón donde los barcos pescadores esperan salir, en la madrugada azul en la que los niños parten a la Joaquim Ruyra y los poetas que trajo Bolaño, entre los que no me cuento, empiezan a cumplir con su cometido de armar el mundo como un rompecabezas absurdo.

Ciudades de Europa





Partí sobre el mediodía. Sabía que no iba a llegar a Amsterdam esa noche. No hacía calor ni frío, el vehículo avanzaba a velocidad regular por una carretera en la que camiones y algún turista rezagado de otoño se desplazaban sin problemas. El viaje resultaba normal, excepto por un detalle. En el mapa y en la voz del GPS las ciudades sonaban diferentes. No solo era la entonación, era una tendencia a confundirse y a hundirse en una nebulosa. Ya me había pasado con Figueres. Había desaparecido del cartel, se había sumido en la nada cuando pasaba por la salida 4 de la AP7. Figueres, la ciudad de Dalí, se hundía en el paisaje del Empordá , dejaba de generar sentido confundiéndose de pronto con la nada. Cuando pasé la frontera con Francia, Perpignan empezó a despeñarse en la confusión. Nunca había experimentado una sensación semejante. Siempre había navegado con certezas, me había imbuido de posibilidades racionales y el desplazamiento de un punto a otro había sido claro. Pero este viaje de Barcelona a Amsterdam, sobre el que había trazado un plano detallado, sobre el que había elaborado cuidadosamente el itinerario, se desplazaba hacia una dimensión onírica. Cuando Perpignan se esfumó de la voz del GPS, cuando atravesé el Aire Catalan y el nombre desapareció en los carteles, decidí detenerme. Lo hice en un área de descanso cercana a Narbonne. Desde lejos se divisaba la imponente catedral gótica. Pero al rato, luego de desplazarme para estirar las piernas por el parque de pinares, también la catedral de Narbonne desapareció de mi vista. Seguí viaje. Los pueblos y ciudades desaparecían cuando los identificaba el GPS, era inexorable. A unos 30 km de distancia, dejaba de haber rastro de ellos. Pensé que podía ser un fenómeno debido al cansancio. Quizás había conducido demasiadas horas, tal vez la Coca Cola que había consumido en la última gasolinera de España había alterado químicamente propiedades de mi cerebro. A la seis horas de viaje, Clermont Ferrand aparecía en el centro de los volcanes de Auverne, había cruzado el imponente viaducto de Millard, con la perspectiva de la obra de ingeniería sobre el vacío de los volcanes y del pequeño río que justificaba el puente al final del abismo. Clermont Ferrand se esfumó antes de llegar, invirtiendo lo que sucede cuando uno se desplaza: los lugares suelen desaparecer luego de que uno los pasa y no antes. Ahora los lugares se transformaban en inaprensibles, se desvanecían antes de que llegara a ellos. Cuando los atravesaba no existían. El discurso de la crisis estaba instaurado en la radio que logré sintonizar, la Inter Francia. El desplazamiento tenía una virtud ininteligible, irracional, que adopté con poder de adaptación, intentando maquinar las razones para esa alteración del orden natural de las cosas. En la autopista Clermont Ferrand - Paris intenté dejar de mirar los carteles, para restarle importancia al asunto. Cuando llegué a Versalles, sobre la medianoche, tuve que detenerme en un oscuro hotel, vencido por el sueño. Versalles había desaparecido del mapa y de los carteles, también el castillo que había albergado a la corte. Solo quedaba ese hotel con el signo Campanille brillando en la oscuridad. Llegué en el último minuto antes de que cerrara sus puertas. Una soñolienta empleada me indicó el camino a una habitación lúgubre , en la que no funcionaba el aire caliente, que no sintonizaba la BBC. Lo único que logré mirar en un instante en que volvió la señal al televisor fue una entrevista a un personaje de las finanzas, que hablaba del fin del mundo. Tal vez el universo, tal como lo conocía, se había desplazado a una dimensión oculta, tal vez este fenómeno se debía a la crisis financiera global. Me dormí consolándome con este pensamiento absurdo.

El vehículo arrancó sin problemas en la mañana fría de otoño poblada de niebla. Atravesé los suburbios de París, la autopista colmada de gente que se dirigía a sus trabajos empezó a desvanecerse, a evaporarse. Pronto la carretera quedó vacía y París dejó de figurar en los carteles. Al cabo de tres horas en las que no presté atención a los carteles para no pensar en lo extraño de los carteles me dí cuenta que había desaparecido también la ciudad de Bruselas, la sede de la Unión, la capital.

Amsterdam permaneció. Llegué en las primeras horas de la tarde. Primero fui al Centro de Convenciones y me imbuí del tema de mi conferencia: “la crisis frente a la pequeña empresa, como sobrevivir”. En el luminoso hotel de Utrecht en el que me alojé y dejé mis cosas, pude al fín contemplar un noticiero.

- “Una serie de implosiones afectan ciudades de Francia y Bélgica” - decía el comentarista mientras se mostraban imágenes de urbes desapareciendo como resultado de hongos que parecían atómicos.- “Nadie sabe si estas desapariciones son temporarias o permanentes, ni que pasará con las poblaciones una vez que las ciudades reaparezcan”

Por la noche me desplacé por el distrito rojo. Amsterdam era la única ciudad que no había desaparecido, seguramente las mafias del hachish habían hecho algún acuerdo especial para que la ciudad se salvara del desastre. Me sumergí en un coffee shop y pedí unos cigarros muy fuertes, que combinados con unas pastillas que conseguí en una tienda de venta libre me hicieron perder el conocimiento por dos días. Permanecí en el hotel luminoso hasta que emprendí el regreso, con alucinaciones que me hacían ver las casas de Amsterdam inclinadas, los canales llenos de una corriente tenebrosa y las prostitutas del distrito rojo como monstruos sin brazos.

De regreso decidí ir por otro camino, intentando llegar a Lyon a la medianoche y a Montpellier a la mañana siguiente. Cuando pasé Luxemburgo, las ciudades comenzaron a recuperar la normalidad. “ La crisis cede en las bolsas y hay ciudades que reaparecen en los mapas del Sur de Europa” decía el comentarista en francés. Por lo menos eso creí entender. Pero un extraño cambio se percibía en Lyon. Entré en ella cerca de la medianoche, harto de conducir por una ruta oscura y eterna que atravesaba Champagne, Metz, Nancy, ciudades góticas medievales cuyas bóvedas no dejaban de brillar en la noche.

En Lyon los vehículos estaban apilados en las calles, pero no en hileras y filas como es habitual, sino unos encima de otros. Todos estaban quemados. El hotel de cadena Etap en el que dormí estaba aislado en medio de un paisaje desolador, ni un alma viva alrededor y miles de vehículos apilados al frente de casas derruidas y manchadas de hollín. Quizás Lyon había desaparecido y reaparecido con la crisis, tal vez el extraño efecto de la implosión era un rastro del desastre. Por la mañana un tráfico abundante, normal para un día de semana, me acompañó hasta la salida de la urbe. Cuando miraba al interior de los vehículos en la autopista colmada veía todos esos rostros blancos, con facciones desdibujadas, enmascarados. Atribuí el fenómeno a la crisis, tal vez la gente había perdido definitivamente la identidad.

- ¿Probaste el hachís de Amsterdam? Me preguntó mi mujer, ya en casa, cuando le conté mis historias de viaje.

- Un poco- dije,- pero eso fue después.

- No importa, esas drogas penetran en el cuerpo aún antes de que se prueben.

Empecé a pensar que las cosas habían cambiado definitivamente de rumbo. Que había habido una sutil alteración en el factor tiempo en relación a la distancia. Una absurda interpretación de la teoría de la relatividad de Einstein. Pero nada en las semanas que han transcurrido desde ese viaje me indica que esté loco o que las cosas sean como las viví en esas cuatro jornadas. Quizás este relato es lo que está alterando los hechos, que en realidad son producto de una alucinación posterior. Simplemente puede haber sido un efecto de la crisis financiera, una dimensión oculta de las ciudades que percibí en un momento y luego se desvaneció. Quizás esto explique lo que está sucediendo ahora con Barcelona: la Sagrada Familia y la casa Batlló se están hirguiendo y no se sabe si llegarán a la estratosfera. Las formas gaudianas se multiplican y quizás se encuentren en el cielo con tulipanes de Van Gogh, con barcas perdidas que se han fugado de los canales de Amsterdam y coches quemados de las afueras de Lyon y París. Tal vez los coches han sido incendiados por hijos de inmigrantes argelinos hartos de ser discriminados, tal vez las barcas llevan prostitutas latinoamericanas fugadas del distrito rojo. Tal vez todo es producto de la crisis financiera, que se ha llevado tanto dinero de los gobiernos y toda la racionalidad a la que nos habíamos acostumbrado y que ahora parece absurda.

Las ciudades y las naves















Nos hemos propuesto seriamente volver el tiempo atrás. Queremos recuperar una ciudad perdida. Una ciudad sumergida. Una ciudad invisible. Para hacerlo, hemos tenido que tomar decisiones drásticas. La primera ha sido anular el presente. Nos ha costado, pero ahora solo vivimos de recuerdos. De imágenes, de percepciones sensoriales y racionales acerca de cosas que han pasado y que nos han hecho daño, nos han mejorado la vida o simplemente nos han dado un sentido de pertenencia. Somos gente sin presente, solo vivimos en esos recuerdos que recreamos permanentemente. El segundo paso ha sido abolir el futuro. Hemos decidido que no vale la pena molestarse por construir una historia nueva, que con la historia pasada basta. Entonces les hemos reunido a todos los niños de la ciudad en un bar, a los pocos que quedan. Y les hemos dicho: pueden quedarse siendo niños, no hay que molestarse en crecer.

Una vez definida esta estrategia, nos hemos visto capacitados para describir la ciudad en la que vivimos: es una ciudad amurallada, la gente se dedica todo el día a preparar la comida, existen distintas clases de pescadores y de agricultores. Y existen unos señores que detentan el poder a quienes no se les cuestiona nada. Y sobre todo, no hay nada que explicar. Es muy simple, todo está escrito en un libro sagrado, hay unos señores que a ese libro lo interpretan y lo explican y no hay más que seguir su consejo para ser feliz. La arquitectura y el entorno reflejan este estado de cosas. El mar es aún bello, la arena es extensa, la playa está tan virgen que los seres vivos que allí hay hasta pueden representar una amenaza, aún tememos las tormentas y los cielos cargados. Aún nos recreamos en un azul infinito, literalmente infinito. La mujeres cosen al rescoldo en las cocinas enormes, que son el centro de la vida. Todo se aprende en casa. Cada uno tiene su oficio. No hay nada que conecte a la gente entre sí, solo el verse por el pueblo. Nadie ha viajado tierra adentro nunca. No se sabe lo que hay detrás de las montañas. Solo hay agricultores en los alrededores, que venden sus cosas en el mercado. Solo hay pescadores que dependiendo si pescan con red, si dejan los cebos o si se sumergen, regresan a distintas horas. Y vivimos aquí, en este pasado armónico, en un orden que no se altera por nada. Ni siquiera cuando nuestro señor feudal nos manda a morir, cuando arrecian unos piratas en la costa, cuando nuestra torre fortificada tiene que conectarse con señales de humo con alguna otra torre para alertar un peligro. No importa aquí estamos. Por un momento hemos pensado que el proyecto es viable. Pero no. Lo primero que sorprende el ver el Mc Donalds a la entrada del pueblo, ver las naves, pero no las naves piratas que quieren invadir. Las naves industriales. Naves que no llevan, sin que anclan cosas que aparecen y al cabo de un tiempo desaparecen, un restaurante, un spa, una tienda de ropa. Luego sorprende ver tantas ventanas detrás de las que no vive nadie. Vemos fantasmas de los que vienen unos días al año a disfrutar de algo que desaparece: la arena, el sol. Finalmente sorprende ver a tantos niños dispuestos a tomar el futuro en sus manos. Llevando a sus padres por ahí, creciendo día a día, dándole vida a las calles y a los negocios. Vemos que hay gente diversa, hablando distintos idiomas, haciendo cosas por sobrevivir, con rituales, costumbres, maneras de ver las cosas extrañas. Entonces nos damos cuenta que es imposible. Que el futuro existe, aunque ya parezca que no hay cosas que decirse. Que la comida pierde su sabor, que no se puede aportar el fruto del trabajo. Que los agricultores pierden su cosecha. Que se terminan los peces. Que no hay más libros sagrados, sino muchos libros para escoger. Parece que la cosa no terminó cuando se derribó la muralla. Ni cuando se fue el último soldado. Parece que la cosa sigue. Y ahora hay que inventarla de nuevo, a la ciudad por mucho que duela no poder volver a ese orden primario y basal que tanto bien nos hacía. Y esa ciudad invisible tal vez está en esta ciudad.

Las ciudades y los signos